Manera de hacer que María Viva y Reine en Nuestras Almas. San Luis María Grignion de Montfort.

1) La Santa Esclavitud de amor. El Árbol de la Vida.
 
70) Alma predestinada, ¿has comprendido por obra del Espíritu Santo lo que acabo de decirte? Entonces da gracias a Dios; que es un secreto que casi todo el mundo ignora. Si has hallado el tesoro escondido en el campo de María, la perla preciosa del Evangelio, tienes que venderlo todo para comprarla; tienes que hacer el sacrificio de ti mismo en manos de María y perderte dichosamente en Ella para hallar allí a Dios sólo…

Si el Espíritu Santo ha plantado en tu alma el verdadero Árbol de la Vida que es la devoción que acabo de explicarte, has de poner todo cuidado en cultivarle para que dé fruto a su tiempo. Es esta devoción el grano de mostaza de que habla el Evangelio, que siendo, al parecer, el más pequeño de los granos, llega, sin embargo, a ser muy grande: y tan alto sube su tallo, que las aves del cielo, es decir, los predestinados, anidan en sus ramas y en el calor del sol reposan a su sombra y en él se guarecen de las fieras.

2) Manera de cultivarle.

He aquí la manera de cultivarle:

71) 1) Plantado este árbol en un corazón muy fiel, quiere estar expuesto a todos los vientos, sin apoyo alguno humano; este árbol, que es divino, quiere estar siempre sin criatura alguna que le pudiera impedir levantarse a su principio, que es Dios. Así que no ha de apoyarse uno en su industria, o en sus talentos naturales, o en el crédito o en la autoridad de los hombres, hay que recurrir a María y apoyarse en su socorro.

72) 2) El alma, donde este árbol se ha plantado, ha de estar, como buen jardinero, sin cesar ocupada en guardarle y mirarle. Porque este árbol que es vivo y debe producir frutos de vida, quiere que se le cultive y haga crecer con el continuo mirar o contemplación del alma. Y éste es el efecto del alma perfecta, pensar en esto continuamente, de modo que sea ésta su principal ocupación.

73) Hay que arrancar y cortar las espinas y cardos, que con el tiempo pudieran ahogar este árbol e impedir que diera fruto: es decir, que hay que ser fiel en cortar y tronchar, con la mortificación y violencia a sí mismo, todos los placeres inútiles y vanas ocupaciones con las criaturas; en otros términos: crucificar la carne, guardar silencio y mortificar los sentidos.

74) 3) Hay que tener cuidado de que las orugas no le dañen. Estas orugas que comen las hojas verdes y destruyen las hermosas esperanzas de fruto que el árbol daba, son el amor propio y el amor de las comodidades: porque el amor de sí mismo y el amor de María no se pueden en manera alguna conciliar.

75) 4) No hay que dejar que las bestias se acerquen a él. Estas bestias son los pecados, que, con sólo su contacto, podrían matar el Árbol de la Vida. Ni siquiera hay que permitir que lo alcancen con su aliento, es decir, los pecados veniales, que son siempre muy peligrosos si no les damos importancia.

76) 5) Hay que regar continuamente este árbol divino, con la Comunión, la Misa y otras oraciones públicas y privadas, sin lo cual dejaría de dar fruto.

77) 6) No hay que acongojarse si el viento le agita y sacude, porque es necesario que el viento de las tentaciones sople para derribarle, y que las nieves y heladas le rodeen para perderle; es decir, que esta devoción a la Santísima Virgen, necesariamente ha de ser acometida y contradicha; pero con tal que se persevere en cultivarla nada hay que temer.

3) Su fruto duradero: Jesucristo.

78) Si así cultivas tu Árbol de la Vida, recientemente plantado en ti por el Espíritu Santo, yo te aseguro, alma predestinada, que en poco tiempo crecerá tan alto, que las aves del cielo harán morada en él y vendrá a ser tan perfecto que dará a su tiempo el fruto de honor y de gracia, es decir, el amable y adorable Jesús, que siempre ha sido y siempre será el único fruto de María.

Dichosa el alma en quien está plantado el Árbol de la Vida, María; más dichosa aquella en que ha podido crecer y florecer; dichosísima aquella en que da su fruto; pero la más dichosa de todas es aquella que goza de su fruto y lo conserva hasta la muerte y por los siglos de los siglos. Amén.
 

ORACIONES A JESÚS Y A MARÍA 

Oración a Jesús

Dejadme, amabilísimo Jesús mío, que me dirija a Vos, para atestiguaros mi reconocimiento por la merced que me habéis hecho con la devoción de la esclavitud, dándome a vuestra Santísima Madre para que sea Ella mi abogada delante de vuestra Majestad, y en mi grandísima miseria mi universal suplemento. ¡Ay, Señor! tan miserable soy, que sin esta buena Madre, infaliblemente me hubiera perdido. Sí, que a mí me hace falta María, delante de Vos y en todas partes; me hace falta para calmar vuestra justa cólera, pues tanto os he ofendido y todos los días os ofendo; me hace falta para detener los eternos y merecidos castigos con que vuestra justicia me amenaza, para miraros, para hablaros, para pediros, para acercarme a Vos y para daros gusto; me hace falta para salvar mi alma y la de otros; me hace falta, en una palabra, para hacer siempre vuestra voluntad, buscar en todo vuestra mayor gloria.

¡Ah, si pudiera yo publicar por todo el universo esta misericordia que habéis tenido conmigo! ¡Si pudiera hacer que conociera todo el mundo que si no fuera por María estaría yo condenado! ¡Si yo pudiera dignamente daros las gracias por tan grande beneficio! María está en mí. Haec facta est mihi. ¡Oh, qué tesoro! ¡Oh, qué consuelo! Y, de ahora en adelante, ¿no seré todo para Ella? ¡Oh, qué ingratitud! Antes la muerte. Salvador mío queridísimo, no permitáis tal desgracia, que mejor quiero morir que vivir sin ser todo de María.

Mil y mil veces, con San Juan Evangelista al pie de la cruz, la he tomado en vez de todas mis cosas. ¡Cuántas veces me he entregado a Ella! Pero si todavía no he hecho esta entrega a vuestro gusto, la hago ahora, mi Jesús querido, como Vos queréis la haga. Y si en mi alma o en mi cuerpo veis alguna cosa que no pertenezca a esta Princesa augusta, arrancadla, os ruego, arrojadla lejos de mí; que no siendo de María, indigna es de Vos.

¡Oh, Espíritu Santo! Concededme todas las gracias, plantad, regad y cultivad en mi alma el Árbol de la Vida verdadero, que es la amabilísima María, para que crezca y florezca y dé con abundancia el fruto de vida. ¡Oh, Espíritu Santo! Dadme mucha devoción y mucha afición a María, vuestra divina Esposa; que me apoye mucho en su seno maternal y recurra de continuo a su misericordia, para que en ella forméis dentro de mí a Jesucristo, al natural, grande y poderoso, hasta la plenitud de su edad perfecta. Amén. 

ORACIÓN A MARÍA PARA SUS FIELES ESCLAVOS 

Salve, María, amadísima Hija del Eterno Padre; salve, María, Madre admirable del Hijo; salve, María, fidelísima Esposa del Espíritu Santo; salve, María, mi amada Madre, mi amable Señora, mi poderosa Soberana; salve, mi gozo, mi gloria, mi corazón y mi alma. Vos sois toda mía por misericordia, y yo soy todo vuestro por justicia. Pero todavía no lo soy bastante. De nuevo me entrego a Vos todo entero en calidad de eterno esclavo, sin reservar nada ni para mí, ni para otros.

Si algo veis en mí que todavía no sea vuestro, tomadlo en seguida, os lo suplico, y haceos dueña absoluta de todos mis haberes para destruir y desarraigar y aniquilar en mí todo lo que desagrade a Dios y plantad, levantad y producid todo lo que os guste.

La luz de vuestra fe disipe las tinieblas de mi espíritu; vuestra humildad profunda ocupe el lugar de mi orgullo; vuestra contemplación sublime detenga las distracciones de mi fantasía vagabunda; vuestra continua vista de Dios llene de su presencia mi memoria, el incendio de caridad de vuestro corazón abrase la tibieza y frialdad del mío; cedan el sitio a vuestras virtudes mis pecados; vuestros méritos sean delante de Dios mi adorno y suplemento. En fin, queridísima y amadísima Madre, haced, si es posible, que no tenga yo más espíritu que el vuestro para conocer a Jesucristo y su divina voluntad; que no tenga más alma que la vuestra para alabar y glorificar al Señor; que no tenga más corazón que el vuestro para amar a Dios con amor puro y con amor ardiente como Vos.

No pido visiones, ni revelaciones, ni gustos, ni contentos, ni aun espirituales. Para Vos el ver claro, sin tinieblas; para Vos el gustar por entero sin amargura; para Vos el triunfar gloriosa a la diestra de vuestro Hijo, sin humillación; para Vos el mandar a los ángeles, hombres y demonios, con poder absoluto, sin resistencia, y el disponer en fin, sin reserva alguna de todos los bienes de Dios.

Esta es, divina María, la mejor parte que se os ha concedido, y que jamás se os quitará, que es para mí grandísimo gozo. Para mí y mientras viva no quiero otro, sino el experimentar el que Vos tuvisteis: creer a secas, sin nada ver y gustar; sufrir con alegría, sin consuelo de las criaturas; morir a mí mismo, continuamente y sin descanso; trabajar mucho hasta la muerte por Vos, sin interés, como el más vil de los esclavos. La sola gracia, que por pura misericordia os pido, es que en todos los días y en todos los momentos de mi vida diga tres amenes: amén (así sea) a todo lo que hicisteis sobre la tierra cuando vivíais; amén a todo lo que hacéis al presente en el cielo; amén a todo lo que hacéis en mi alma, para que en ella no haya nada más que Vos, para glorificar plenamente a Jesús en mí, en el tiempo y en la eternidad. Amén.


Extraído de “El Secreto de María” de San Luis María Grignion de Montfort.


María, la protagonista de la historia en la batalla contra Satanás.



Este es el capítulo II del libro de Georges Huber “El diablo hoy ¡Apártate Satanás!”.

En un uno de sus análisis más penetrantes, el Concilio Vaticano II se dedica a desentrañar las causas del ateísmo contemporáneo. Entre ellas, el Concilio señala la existencia de una imagen falsa de Dios: “Algunos se representan a Dios de un modo tal que, al rechazarlo, rechazan un Dios que no es de ninguna manera el del Evangelio” (Gaudium et spes, 19).

Se podría decir analógicamente que algunos se representan al diablo de un modo tal que, al rechazarlo, rechazan a un diablo que no es de ninguna manera el de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de Magisterio de la Iglesia.

En la existencia de esta postura es importante la responsabilidad de un cierto tipo de iconografía, remarca el historiador H.I. Marrou: “Estamos demasiado acostumbrados, a partir del arte romántico, a ver aparecer a los demonios como monstruos horribles. Esta tradición iconográfica que, plásticamente, tendrá su apogeo en las creaciones de una inspiración casi surrealista de los pintores flamencos, puede invocar la autoridad de textos que se remontan a la tradición más auténtica de los Padres del desierto, a partir de la primera fuente de toda su literatura, la Vida de San Antonio…”.

H.I. Marrou continúa: “Todos los escritos del mismo tipo están llenos de relatos que nos describen a los demonios bajo el aspecto de monstruos y bestias. Pero hay que remarcar con claridad que, en todos estos textos, se trata de apariencias que los diablos revisten momentáneamente para atemorizar a los solitarios. Estas representaciones no son por tanto legítimas en el arte cristiano más que durante la realización de tales tentaciones y no cuando se trata de representar al demonio, independientemente de este papel, momentáneo, de espantapájaros”.

Como subraya H.I. Marrou, Satanás es un ángel caído, pero un ángel, es decir, una espléndida criatura salida de las manos de Dios.

Hay una distancia enorme entre un oso, un macho cabrío, una serpiente -bajo cuyas apariencias se representa a veces al demonio- y un ángel, es decir, la más perfecta de las obras salidas de las manos del Creador. Santo Tomás de Aquino, tan mesurado en sus expresiones, remarca que, incluso después de su caída, Satanás conserva integralmente los dones naturales verdaderamente espléndidos recibidos del Creador.

El dominio sigue siendo una maravilla de inteligencia y de voluntad, aunque use muy mal sus dones naturales, incomparablemente superiores a los del hombre. Un atleta gigante sigue siendo un atleta gigante aunque use su fuera y su agilidad para cometer crímenes.

LA PROVIDENCIA UTILIZA LA MALICIA DE LOS DEMONIOS

La grandeza natural de los ángeles caídos está presente también en el papel que Dios les asigna en la historia de la salvación. No es un papel de comparsa como se podría pensar, sino de protagonistas. Santo Tomás de Aquino lo explica en estos términos: “Por su naturaleza los ángeles están entre Dios y los hombres. Ahora bien, el plan de la Providencia consiste en curar el bien de las criaturas inferiores por medio de los seres superiores. El bien del hombre lo procura la Providencia de una manera doble. O bien directamente, induciendo al hombre al bien y alejándolo del mal, y conviene que esto se haga por el ministerio de los ángeles buenos, o bien indirectamente, cuando el hombre es probado y combatido por los asaltos del adversario. Y conviene que se confíe esta manera de procurar el bien a los ángeles malvados, para que después del pecado no pierdan su utilidad en el orden de la naturaleza”.

Así, añade Santo Tomás, un doble lugar de castigo se atribuye a los demonios: uno, por su falta, es el infierno; el otero, por las pruebas que hacen sufrir a los hombres, es el aire “aire tenebroso”, es decir, la atmósfera terrestre de la que habla la Sagrada Escritura (cfr Ef 2, 2; 6, 12 y 1 P 5, 8).

¡Lenguaje ciertamente misterioso para el hombre moderno! El Cardenal Charles Journet intenta explicar asó los “lugares” habitados por los demonios: “las dos sedes del demonio se indican una por el infierno, la otra por el aire, la estratosfera, los lugares celestes. La primera sede es la de su infortunio; la segunda la de sus amenazas”.

“hablar de la presencia del demonio en el aire, en la estratosfera, en los ligares celestes, es servirse de una imagen para decir que además de su presencia en el infierno donde está encadenado, el demonio está también presente en el lugar donde vivimos para tentarnos.”

Después de su pecado Dios habría podido precipitar a todos los ángeles rebeldes en las profundidades del infierno, pero corresponde al sabio utilizar los males para fines superiores, observa Santo Tomás.

Mientras el Señor precipita en el infierno a una parte de los ángeles malvados, encierra la otra parte en la atmósfera terrestre para tentar a los hombres.

Dios se servirá de su malicia, perfectamente controlada, para poner a prueba a los hombres y para darles de este modo la ocasión de purificarse y de elevarse espiritualmente. Así, los ángeles rebeldes se convierten a pesar suyo en los servidores del Señor o más bien en sus esclavos. Como los presos del Antiguo Régimen eran condenados a remar en las galeras del Estado, así los demonios están condenados a obrar, a pesar suyo, para la salvación de las almas y para la gloria de Dios.

Por lo que se refiere a la duración del ministerio de los ángeles buenos y de las pruebas infligidas por los malos, Santo Tomás escribe: “Hasta el día del juicio final hay que procurar la salvación de los hombres. Hasta entonces, por lo tanto, debe proseguir tanto el ministerio de los ángeles buenos son enviados aquí abajo, cerca de nosotros, mientras que los demonios residen en el aire tenebroso para probarnos. Sin embargo, algunos de ellos se encuentran ya en el infierno para torturare a aquellos que son inducidos al mal; de igual modo que algunos ángeles buenos están en el cielo con las almas santas. Pero después del último juicio, todos los malos, hombres y ángeles, estarán en el infierno; todos los buenos, en el cielo”.

Se trata de una visión cósmica de la historia de la salvación: de un lado millones y millones de ángeles fieles a Dios velan guardando a los hombres en marcha hacia su destino eterno; del otro, legiones y legiones de ángeles rebeldes se esfuerzan por perder a esos mismos hombres.

“El mundo cambia de aspecto, escribía René Bazin, cuando se considera a los hombres sólo como almas en camino hacia su destino eterno”. La historia de la humanidad, se podría decir, cambia de aspecto, cuando se la considera el teatro del encuentro entre dos ejércitos de ángeles que se disputan el espíritu y el corazón de los hombres. Habría que poder considerar este espectáculo con “los ojos de Dios”, es decir, con una mirada de fe viva, para medir un poco sus dimensiones apocalípticas.

“Sobre la escena del mundo, escribe un autor espiritual, la vida de las almas puede aparecer circundada de banalidad. En realidad, esta vida está dominada por un invisible y grandioso altercado entre Dios y el demonio”.

MARÍA ENFRENTADA A LA SERPIENTE

El Concilio Vaticano II recuerda estas verdades profundas de la Revelación cristiana. “Un duro combate contra las potencias de las tinieblas tiene lugar a través de toda la historia de los hombres; comenzada al inicio, durará, como el Señor lo ha dicho (cfr Mt 24, 13; 13, 24-30 y 36, 43) hasta el último día. Ocupado en esta batalla el hombre debe combatir sin pausa para conseguir el bien. Y sólo a través de grandes esfuerzos, con la gracia de Dios, logra realizar su unidad interior por su unión a Dios” (Gaudium et spes, 37.

“Los demonios, nuestros enemigos, son fuertes y temibles, poseen un ardor invencible y están animados por un odio furioso e inimaginable contra nosotros. De igual modo nos hacen guerra sin descanso, sin paz y sin tregua posible. Su audacia es increíble…” (Catecismo de Trento, cap. 41, par. III).

María, Madre de la Iglesia, juega un papel decisivo en este “duro combate” contra los ángeles de la tiniebla. Juan Pablo II lo revela en su encíclica sobre la Bienaventurada Virgen María en la Iglesia en marcha (Redemptoris Mater, n. 47), que se inspira en el Génesis y el del Apocalipsis. “Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, escribe el Papa, se aclara mejor el misterio de aquella “mujer” que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. María, en efecto, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella “dura batalla contra el poder de las tinieblas” (cfr Gaudium et spes, 37) que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana”.

LAS DOS CIUDADES

Hemos oído a León XIII recordamos “que, por la envidia del demonio, el género humano se ha dividido en dos campos opuestos, que no cesan de combatir: uno por la verdad y la virtud, el otro por todo aquello que es contrario a estos valores”. León XIII precisa: “El primero es el reino de Dios sobre la tierra, es decir la Iglesia de Jesucristo cuyos miembros deben servir a Dios. El segundo es el reino de Satanás. Bajo su imperio y su poder se encuentran todos aquellos que, siguiendo los funestos ejemplos de su jefe y de nuestros primeros padres, rechazan obedecer a la ley divina y multiplican sus esfuerzos, aquí para prescindir de Dios y allí para actuar directamente contra Dios” (Encíclica Humanum genus, 20-IV-1884).

“San Agustín ha captado y descrito estos dos reinos con una gran perspicacia bajo la forma de dos ciudades opuestas entre sí… tanto por las leyes que las rigen como por el ideal que persiguen.”

“La ciudad terrestre procede del amor de sí llevado hasta el desprecio de Dios, mientras que la ciudad celeste procede del amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí” según la famosa máxima del obispo de Hipona.

León XIII continúa: “Con el paso de los siglos las dos ciudades no han cesado de luchar la una contra la otra, empleando todo tipo de tácticas y las armas más diversas, aunque no siempre con el mismo ardor ni con el mismo ímpetu” (Encíclica Humanum genus).

Nota digna de relieve, hecha por el autor de un documento publicado en 1975 bajo los auspicios de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el título: Fe cristiana y demonología: San Agustín muestra al demonio actuando en las dos ciudades, que tienen su origen en el cielo, en el momento en el que las primeras criaturas de Dios, los ángeles, se declararon fieles o infieles a su Señor. En la sociedad de los pecadores, San Agustín discernió un “cuerpo” místico del diablo que se encontrará más tarde en las Moralia in Job de San Gregorio Magno.

Con ocasión del XV centenario de la muerte de San Agustín, el Papa XI recordó la actualidad de la doctrina del santo Doctor sobre la lucha encontrada que se libra a lo largo de los siglos entre la ciudad de Dios y la ciudad de Satanás (Encíclica Ad salutem humani, 20-IV-1930).
Otra concordancia significativa: también los escritos de Qumrân presentan al mundo dividido en dos campos opuestos: de un lado el campo de los ángeles de la luz; del otro el campo de los ángeles de las tinieblas.

Según el padre Auvray, exegeta, “para San Juan, la Pasión de Jesús es una lucha contra el demonio, a lo largo de la cual éste será vencido (Jn 12, 31; 14, 30); toda la predicación de los Apóstoles será la continuación de esta lucha entre el reino de Dios y el del demonio” (Hch 26, 18).

¿No presenta el Apocalipsis, por otra parte, la historia de la Iglesia como una lucha entre Satanás y sus demonios y Dios y sus fieles? Esta lucha se terminará con el triunfo del Cordero y de aquellos que le habrán seguido.

¿Es necesario recordar una vez más, en apoyo de esta contemplación teologal de la humanidad en marcha hacia Dios, las meditaciones clásicas de San Ignacio de Loyola sobre los dos estándares, el de Cristo y el de Satanás?

¡He aquí una visión de la historia que eleva nuestra miradas muy por encima de los pequeños y grandes sucesos de la vida política, económica, social y cultural de cada día y por encima de nuestras mezquinas querellas entre cristianos!


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